

Por Juan Loreto Gómez – Representante a la Cámara
Han pasado casi quince años desde que la ola invernal de 2010 y 2011 arrasó con viviendas, animales y medios de subsistencia en la Alta Guajira. Quince años de promesas incumplidas, de diagnósticos repetidos y de olvido estatal. Por eso, el lanzamiento del proyecto “Ichitki”, una iniciativa para construir 200 viviendas rurales en rancherías Wayuu, merece atención, esperanza y también exigencia.
Que el Gobierno Nacional reconozca, a través del Fondo Adaptación y Fonvivienda, la urgencia de una política de vivienda digna en uno de los territorios más olvidados del país, es un paso en la dirección correcta. Que lo haga desde un enfoque intercultural, recuperando técnicas constructivas tradicionales del pueblo Wayuu y permitiendo su participación activa, es un avance que vale la pena resaltar.
Pero no podemos permitirnos la ingenuidad. Este proyecto, aunque necesario, llega tarde y llega solo. Tarde, porque muchas de las familias que lo necesitaban hace una década ya migraron, ya se fragmentaron, ya perdieron más que una casa. Y solo, porque ninguna política de vivienda sobrevive sin agua, sin salud, sin educación, sin caminos.
Ichitki, que en wayuunaiki significa casa, debe ser más que una unidad habitacional: tiene que convertirse en símbolo de un cambio de paradigma. No puede quedarse en los titulares. No puede ser una anécdota institucional para engrosar informes de gestión. Tiene que consolidarse como modelo de intervención integral en zonas rurales con alta presencia étnica.
Y eso exige voluntad política sostenida, porque levantar casas sin garantizar acceso a agua potable es construir refugios para la sed. Fijar estructuras en territorios colectivos sin resolver el atraso jurídico en los títulos es exponer a las comunidades a futuros conflictos. Porque hablar de “autonomía cultural” mientras se precariza la salud y la alimentación en La Guajira es una contradicción inadmisible.
El Gobierno ha planteado que este será un proceso de tres años, con vigilancia técnica, social y financiera. Bien, pero que lo vigilen también las comunidades, el Congreso, el país. Porque La Guajira está cansada de planes que inician con bombo y platillo y terminan con informes inconclusos.
El Estado colombiano tiene una deuda estructural con los pueblos indígenas. La Guajira no puede seguir dependiendo de proyectos piloto ni de gestos simbólicos. Requiere inversión sostenida, planificación de largo plazo y respeto por la vida.
Ojalá Ichitki no sea solo un refugio físico, sino que marque el inicio de una política que entienda que la dignidad no se construye con cemento, sino con presencia institucional, participación comunitaria y justicia.
Porque para que una casa sea un hogar, tiene que estar rodeada de derechos fundamentales.