Por Rubén David Salas Blanco
Viejas discusiones se convierten en nuevas discusiones. Algunas se superan con el paso de los hechos y el registro de la historia de los vencedores. Sin embargo, varios temas quedan latentes y se convierten en debates sin fin. Como puede suceder con el debate sobre el rol que debe adoptar el Estado, así como su capacidad y alcance de intervención. En el cual, siempre hay una disyuntiva entre la importancia de lo público en relación con lo privado, y viceversa. Pese a ello, se puede identificar que en el debate se busca atender a una pregunta esencial sobre: Cuál debe ser el papel del Estado en nuestra sociedad.
Es un hecho la existencia del Estado como un conjunto institucional con funciones definidas que desde la soberanía cumple con el objetivo de la organización social. Esto le da un papel importante en las interacciones humanas, porque tiene las facultades para impartir disposiciones sobre cómo debería funcionar la realidad colectiva -no es extraño que por ello sea un botín a capturar para aquellos ansiosos de poder-.
Sucede que cada interacción funciona como un juego con reglas definidas y resultados concretos, pero las reglas pueden ser insuficientes para alcanzar desenlaces en los cuales se de un equilibrio entre la justicia y la eficiencia, o, que en las interacciones existan prácticas no observables de facto que inciden sobre los resultados potenciales de manera desigual. Allí entra este agente tercero a evaluar la posibilidad de ajustar las reglas en función de una visión colectiva, o mejor dicho, la búsqueda del bien-estar social. Su papel es en principio de observador, pero cuando los resultados están desalineados de regulador.
Se espera que las actividades del Estado y su potencial influencia sobre las formas de vida deben estar orientadas con base en la garantía de todo aquello universalmente aceptable para la autorrealización de la vida. En ese ejercicio de organización social, las actividades ejercidas por el Estado se deben analizar por sus diferencias cualitativas en los modos de existencia, es decir, por el sentido que llegan a tomar en un contexto social dado. Lo cual deja de lado si las intenciones de las políticas -y sus políticos- son virtuosas o corruptas. Hay que analizar el panorama desde un sentido amplio que comprenda los múltiples elementos atados con las interacciones sociales o mejor dicho las “reglas de juego” legales o de hecho. Abogando por una intervención de practicidad por conocimiento.
El mundo no se ha construido solamente de buenas intenciones, porque una noble intención ingenua puede desencadenar en resultados perversos, e incluso, una intención maliciosa puede a la larga producir efectos favorables. Es que la confluencia de los múltiples hechos, sus motivos y mecanismos de perpetuación y transmisión son los que terminan dictando los resultados y la realidad. Con base en lo anterior, cualquier hacedor de política que esté en posesión del marco institucional estatal debe, cual maquinista, entender para qué y cómo funcionan las interacciones, y orientar sus decisiones en función de la práctica existencial de los hombres en función del bien-estar. Si no se muestra evidencia de ese ejercicio reflexivo, ante cualquier cambio a realizar el Estado regulador no necesariamente va a funcionar como un Estado defensor. Simplemente como un Estado reactivo sin sentido práctico que atiende a caprichos de los gobernantes de turno. En ese caso pierde la sociedad y se propician espacios de inequidad en los que ganan unos pocos, perdiendo la esencia institucional del Estado como agente regulador.