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El sonido de la trompeta se escuchó seco. Hubo silencio. El taps puso a todos firmes, especialmente a los militares, quienes vestidos con sus uniformes de gala, quisieron despedir en simultánea a sus soldados Herzel Fernández Bonivento, Jaime Manuel Redondo Uriana, oriundo de Manaure, José David Pushaina Epieyu, Fabio Epinayu Ipuana oriundo de Manaure. Humildes indígenas wayuu, que acataron el llamado para defender la patria en tiempos de guerra, como el que vive Colombia.

Cuando el féretro fue levantado por los familiares y comenzó a abandonar la sombra de la carpa donde estuvo expuesto para recibir el último adiós, la canícula del sol dejaba marcar en los termómetros casi 38 grados de temperatura. Era un sol abrazador. De rayos penetrantes y punzantes. Nadie se rindió. Todos marcharon al son de las notas militares. A casi cien metros estaba la bóveda:! Su última morada!

El llanto con requiebros de las mujeres, e incluso de hombres wayuu, se hizo más sonoro. Más fuerte, a medida que el féretro se acercaba a la recién construida bóveda, qué albañiles levantaron a poca distancias de los ranchos en El Horno. Era un llanto profundo, en donde las lágrimas ruedan por las cicatrizadas mejillas de las mujeres, que las alcanzan a secar con sus bufandas o simplemente, se pasan sus descoloridas pañoletas por los ojos enrojecidos, para seguir llorando sin cesar. Es un sonido casi rítmico, que muchas veces intercalan con conversaciones para atender a otra personas y luego se pegan con facilidad para hilvanar una melodía luctuosa que brota de lo más profundo del alma.

Nuevo cementerio

El sábado 1 de abril, será marcado en el historia de El Horno, la pequeña comunidad wayuu, que vio nacer a Herzel Fernández Bonivento, un joven que llegó al ejército colombiano, cargado de ilusiones. Una de ellas, tener su libreta militar para trabajar en una empresa de vigilancia y ayudar a toda la familia. Ese día, por primera vez, la familia no utilizó el cementerio que tienen a un costado de la Troncal del Caribe, en el sector de la Pista, cerca a Puente Guerrero. Desde que conocieron la muerte de Herzel, sus padres y hermanos mayores, ordenaron la construcción de una bóveda especial cerca a la casa donde nació el joven. Querían tenerlo cerca, para siempre. Fueron tres días, en donde los albañiles y alfareros de la ranchería trabajaron, para darle la última morada a un soldado wayuu.

La bóveda quedó cerca, entre la casa de sus padres y el resto de viviendas. Frente al acueducto. Exactamente, al pie de los dos corrales para el encierro de los chivos en donde por las tardes, Herzel desde niño salía a recoger. a sus animalitos, para evitar que se los llevaran los ladrones de la noche. Fueron bloques, ladrillos, varillas, y una lápida que mandaron a preparar en Riohacha, para dejar grabado un epitafio que todos leerán, cada vez que se acerquen a ese lugar, para recordarlo.

Román Epiayú, uno de los hermanos mayores de Herzel, lo recuerda como si fuera ayer:” Tenía un presentimiento cuando se lo llevaron. Siempre hablamos por teléfono. El decía que todo estaba bien, iba a cumplir 10 meses con el uniforme puesto. Cuando nos dieron la noticia no lo podíamos creer. Pensé que era un sueño o una información errada. No he dejado de llorar a mi hermanito”

Sepelios simultáneos

A las 2:30 de la tarde del sábado 1 de abril, comenzó la marcha fúnebre en El Horno, El Pájaro, Panchomana, y en uno de los barrios periféricos de Manaure. A esa hora el eco de las trompetas se escuchó en la profundidad de Jepirachi, allí donde van a descansar las almas de los wayuu, especialmente aquellos que mueren en medio de la lucha.

Los cuatro sepelio estuvieron invadidos de familiares, miembros del ejército, amigos, compañeros de estudios. Todos quisieron darle el último adiós, a un grupo de muchachos indígenas, que se vistieron de héroes, pero que lamentablemente fueron tomados a mansalva por guerrilleros del ELN, que no tuvieron piedad del estado de indefensión en se se encontraban los militares. No hubo combate, hubo masacre.

Clara Romero, su prima y su maestra

La ‘seño’ Clara llora inconsolablemente. Era su prima, pero también fue su alumno desde muy pequeño en la escuelita de El Horno, en donde muchas veces recibían las clases debajo de un trupillo, o en una enramada y tenían que salir corriendo a pastorear sus pequeños rebaño de chivos, o ayudar a jalar el chinchorro, cuando llegaban los cayucos cargados de pescado.

“Siempre fue un niño alegre. Era feliz. Cuando se alistó para el ejército, lo hizo con la ilusión de regresar con su libreta militar, unos ahorritos y lograr que lo tuvieron en cuenta para trabajar como vigilante, labor que hacen la mayoría de jóvenes que no tienen otra opción diferente” dice la docente, una Etnoeducadora que nació en El Horno, pero que debió salir, para poder garantizar una educación superior a sus tres hijos. Uno estudia quinto semestre de derecho en Uniguajira, y la niña de 16 años, se fue para Argentina a estudiar medicina en la ciudad de Buenos Aires.

“Es difícil que los jóvenes que se quedan en la ranchería puedan seguir estudiando. El transporte para salir todos los días se constituye en una de las grandes barreras” explica Clara Romero, hija de un comerciante arijuna que murió hace 23 años, y desde entonces, le tocó a ella, ponerle el pecho al futuro de sus hijos, sin olvidar su compromiso de enseñar a los niños de la escuelita de El Horno.

Los corrales de los chivos están vacíos. Los animales parecen sentir la ausencia del ‘pelaito’ que los sacaba todos los días para que se rebusquen un poco de comida en los cogollos de los árboles y las plantas silvestre que nacen en medio de la arena del desierto.

Sin energía legal

En El Horno el servicio de energía eléctrica llega por cables rudimentarios. La mayoría son alambre púa utilizado para las cercas de ganado. Los postes son troncos de árboles de trupillo, brasil, puy, madera propia de la flora local. Extrañamente, la prestación del servicio no está normalizada, pero la empresa Air-e lo cobra con prontitud cada mes.

El acueducto funciona bien. Esta obra hizo parte de un plan de dotación de agua entregado a las comunidades, hace varios años, que ha servido para que la gente no tuviera que adquirir costosos viajes de agua traída desde Riohacha, para mitigar el impacto de la sed generada por la intensas temperaturas.

El Horno está caliente. Vive la tristeza en medio del frío intenso de la muerte, la misma que se llevó a Herzel, el niño pastor, que dejó sus guaireñas, la mochila, el sombrero, para buscar una nueva opción de vida ingresando a las filas del ejército colombiano, en donde durante una madrugada las explosiones, los disparos, acabaron con sus esperanzas.