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Por Juan Loreto Gómez Soto – Representante a la Cámara por La Guajira

Juan Loreto Gómez Soto HR

Un grupo de hombres fuertemente armados rompe la malla perimetral del aeropuerto Almirante Padilla, entra a la pista haciéndola ver como de su propiedad, interceptan un vehículo de valores, toman varias tulas de dinero y huyen con absoluta tranquilidad. Podría ser una escena de La Casa de Papel, una serie de Netflix; pero no es ficción, es Riohacha, es La Guajira, quedando al descubierto, otra vez, ante los ojos de todo un país.

El pasado nueve de abril, a pocos días de iniciar la Semana Santa, temporada alta para el turismo, uno de los sectores más prometedores para la economía guajira, el aeropuerto Almirante Padilla fue el epicentro de un asalto que debería estremecer a toda la institucionalidad nacional. No solo por su audacia, sino por lo que revela: la fragilidad absoluta de la seguridad aeroportuaria y la ausencia de respuesta inmediata del Estado en sus diferentes niveles (Nacional, Departamental y Distrital).

El aeropuerto de Riohacha no es una terminal convencional, opera bajo un modelo híbrido: es base militar con uso civil restringido. Funciona bajo la lógica de la guerra, pero sin las garantías mínimas de seguridad operativa. ¿Cómo es posible que una instalación de esta naturaleza permita una intrusión armada tan precisa, tan eficaz y limpia? La respuesta no está en el guion de una serie: esta en la cruda realidad de un país donde el abandono institucional se ha vuelto paisaje.

Y pensar que en enero, el mismo aeropuerto fue bloqueado por una protesta que impidió el ingreso de pasajeros y trabajadores, generó enfrentamientos y paralizó completamente las operaciones. Las razones del bloqueo pueden debatirse, pero lo que no puede discutirse es que fue un escenario crítico, turistas que perdieron vuelos, angustia de los pasajeros, y las autoridades nuevamente brillaron por su ausencia. Nadie previó, nadie intervino, nadie respondió.

Como si estuviéramos atrapados en un episodio constante de La Casa de Papel, pero sin actores ni máscaras de Dalí, solo la crudeza de una institucionalidad ausente y una criminalidad cada vez más organizada. La Guajira no deja de ser noticia, pero siempre por las razones equivocadas. Mientras otros departamentos protagonizan titulares por avances, inversión o desarrollo, nosotros nos vemos en las portadas por bloqueos, atracos, migración desbordada y negligencia institucional. ¿Hasta cuándo vamos a normalizar el caos?

Aquí hay responsabilidades claras y directas que no pueden seguir diluyéndose en comunicados vacíos ni en silencios institucionales: la Aeronáutica Civil debe garantizar la seguridad aeroportuaria con estándares reales y no simbólicos; la Policía Nacional está llamada a proteger a los ciudadanos y a responder con contundencia frente a hechos criminales como los ocurridos; el Ministerio de Defensa tiene la tarea de diseñar e implementar estrategias efectivas en zonas vulnerables como la nuestra; la Gobernación de La Guajira no puede seguir actuando —o dejando de actuar— frente a situaciones que exigen liderazgo, carácter y presencia, y qué decir del Distrito de Riohacha, que poco a nada se refleja en sus acciones.

Como congresista, mi deber es denunciar, exigir y señalar lo que está fallando. Ojalá existiera la facultad de intervenir directamente en la toma de decisiones e implementación de políticas de seguridad, o en otros temas de gran relevancia como el desarrollo de infraestructura en nuestras regiones. Mientras la ley nos limite, solo queda el uso de mis facultades constitucionales, seguir usando la voz que representa al pueblo para exigir hechos concretos, tangibles y que las soluciones no sean retórica ni marketing de las entidades locales y nacionales.

Esto no es una serie de ficción, es La Guajira. Y lo que está en juego no es un botín de billetes. Es la dignidad de un pueblo que merece algo más que titulares vergonzosos.

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